lunes, febrero 20, 2017

Sabina

Recién pasadas las tres de la tarde una anciana con un bastón atraviesa con dificultad una calle. La tarde rosada impresiona su vista. Se confunde con el paso de los carros; su oído cada vez le advierte menos… pero no importa, ya que como tantas otras cosas; en ese punto de la vida, lo que importa es el recuerdo. 

Vá hacia la casa de la nieta de una mujer a la que amó y sirvió con devoción casi como si fuera una marca. Como si fuera un designio seguir sirviendo a su prole aunque ya no tuviese ninguna obligación. La piel morena signo de su raza, ademàs reseca por el sol de tardes casi interminables en su chagra la distingue, pero no menos que su mirada triste que delata una nostalgia de una vida feliz en un pueblo en la frontera colombiana con el Brasil, de donde llegó con su familia y su esposo, fallecido mucho tiempo atrás.

Como si fuera una alegría nueva, recién descubierta, golpea casi nerviosa una de las puertas de la casa de las 4 palmas. De pronto un rostro que ama con la belleza y la dulzura con la que se ama lo que siempre se cree superior de algún modo (aunque no lo sea) la recibe con ternura y afecto. La viejita sonrié, procura poner a un lado su bastón y como un amago de abrazo tímido abre sus brazos. Por esa costumbre surgida de su humildad, no pasa a la sala, sino que se dirige al patio, recibe algo de comer y cuenta un par de recuerdos y una tristeza. Caída la tarde, la llevan de vuelta a su casa. 

Ese día fue un día hermoso entre los otros. Le costó trabajo el trayecto largo desde su casa bajo el sol, tuvo miedo quizá, se confundió con el nuevo trajín del pueblo que se fué volviendo grande; pero habló con el matrimonio aquél que ama, quizà tuvieron un gesto lindo, quizá rió con alguna frase que su oído le permitió. Comió a gusto entre el reproche cálido de: -¿Por qué se viene sola?, ¡deje que nosotros vamos a verla!. Ese recuerdo la acompañará casi con una sonrisa hasta que la cubra el sueño en la  inmensa soledad de su esposo, hijos y nietos que ya no son su compañía. Cruza sus manos desgastadas y ajadas, ahora débiles, que antes cosecharon yuca, y que sobre el calor del barro sirvieron para hacer fariña, cazabe, pescado ahumado, y para servir con apremio y amor a quiénes quiso.

Otra noche la luna menguante resplandece de un amarillo pálido, un pájaro lanza un canto triste. El calendario dice que es febrero, a ella no le importa. Su cédula decía que nació el 31 de diciembre y ella sospechaba que no era verdad. Cree que se quedó dormida.

Muy lejos alguien pronuncia su nombre y llora, con un recuerdo suyo… una «cuya vegetal» entre sus manos rebosante de chivé, ofrecida con alegría y casi humildad (como si fuese ella la que recibiese) a una niña, y una sonrisa tímida mientras pronuncia largamente:  ¡niñaaa!, y empuja delicadamente su hombro, como avergonzada por «las gracias» que escucha, como si fuera casi un honor servir, ahora a la bisnieta de la mujer a la que amó y sirvió con tanta entrega.

Algo de esa niña que se desdibuja, también se fué ayer, amada Sabina. Sabinita… Buen viaje. Que El Creador la reciba con bien...

1 comentario:

dago dijo...

De personas como Sabina todos tenemos referentes. Tantas historias perdidas, tantas dosis de afecto, amor, solidaridad, sacrificio. Excelente crónica.

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